Abuelo Walter en 1938 |
Pues bien, dado que la figura de este jovencito, siempre muy serio en las fotos, me intrigó desde pequeña, decidí averiguar más sobre él. Me fue fácil comenzar ya que mi padre heredó algunos artículos, papeles y objetos personales que le pertenecieron a mi abuelo. Luego de alguna investigación logré reunir muchos cabos sueltos en su historia, y hasta contactar con el hijo de su hermano, quien aun vive. Sin embargo el más grande misterio, que mi padre no pudo culminar en vida, fue el de descubrir dónde estaba enterrado su padre.
Así que con todo el ánimo en alto, nos pusimos manos a la obra. La primera pista era el recorte que conservaba mi padre del Diario El Comercio del 11 de setiembre de 1940, donde se anuncia el velorio y posterior traslado del ataúd al Cementerio General. Muchos no lo saben pero el "Cementerio General" era el antiguo nombre de lo que hoy conocemos como Cementerio Presbítero Maestro. Así que hacia allá nos dirigimos.
Obituario del 11/09/1940 |
Pasando por el corazón de Barrios Altos, llegamos a la tercera puerta del famoso cementerio, donde preguntamos en la oficina (¿O puesto de vigilancia?) sobre la ubicación del nicho. Grande fue el desaliento cuando nos dijeron que no tenían esa información y que deberíamos ir a la oficina de la Beneficencia Pública de Lima, ubicada en el centro, para pedir autorización de búsqueda en sus archivos.
La frustración fue grande, pero la ansiedad por encontrar el dato también. Tuve que esperar a las vacaciones para retomar el proyecto. Así luego de dos meses, me dirigí al centro de Lima, a ver qué decían en la Beneficencia Pública. Fue grato ver que el trámite parecía mucho más sencillo de lo que a priori uno esperaría de la burocracia municipal. Nos pidieron los documentos de identidad, que canjeamos por unos pases, y nos indicaron seguir de frente, hasta el fondo de la enorme casona republicana donde se ubican los archivos más antiguos -e interesantes - de Lima. Una casa con un patio interno muy señorial, unas escaleras de caracol cuya fragilidad saltaba a la vista, los tragaluces tan caseros como imponentes y el olor general a madera vieja y barniz que me devolvían a la vieja casona de mi niñez en Jirón Lampa.
Llegamos al final de la casona, donde está dispuesto un enorme archivo con papeles antiquísimos, anaquel tras anaquel, era el sueño hecho realidad para cualquier entusiasta de las historias antiguas y anónimas que esperan a ser descubiertas y contadas.
Nos atendió una amable señora de estirpe africana, quien se sorprendió de que poseyera el obituario de 1940 de un abuelo que nunca conocí. Inmediatamente llamó a su colega, quien a pesar de su robusta y torpe apariencia, supo sortear los miles de libros antiguos hasta ubicar el que necesitábamos, todo en menos de 10 minutos. Empezó a buscar página tras página, mi corazón latía de la emoción, como quien busca su nombre en las listas de ingreso a la universidad. Pasó varias páginas sin éxito, una tras otra, empezó a mover la cabeza con gesto negativo, y las temidas palabras "No está" se hicieron presentes luego de haber verificado varias veces las listas de fallecidos y enterrados el 11 de setiembre de 1940.
El nombre de mi abuelo en el registro |
Yo, lejos de resignarme, le pedí por favor que me permitiera a mí dar una ultima revisión, tal vez había buscado muy rápido, tal vez estaba registrado con su segundo nombre, o tal vez (que fue lo que pasó finalmente) el apellido estaba escrito mal.
Y era eso, una vil "Z" había reemplazado a la "S" de nuestro apellido, y el archivero, tan literal en su búsqueda, lo había pasado por alto.
¡Bingo! Estaban todos los datos. Pabellón, fila y letra de la ubicación de la tumba. Ahora tocaba volver al Cementerio Presbítero Maestro a encontrarla y, luego de 70 años y dos generaciones, hacerle mantenimiento, dejarle unas flores y rendirle un merecido homenaje.
Presbítero Maestro - Fuente: www.peruthisweek.com |
Todo volvía a comenzar en verdad. El Presbítero Maestro es tan grande, tan majestuoso, imponente y antiguo, que aún con todas las coordenadas de la tumba, no lográbamos ubicarla. Ahí es donde apareció Don Sixto. Un sexagenario jardinero que seguramente nos vio tan perdidas en medio de esa inmensidad perpetua que se acercó a ver cómo podía ayudarnos. Aun a él le fue difícil dar con el pabellón. No solían buscarse tumbas tan antiguas, y por lo mismo no estaba familiarizado con la zona. Al fin dimos con el lugar. Ahora solo faltaba ubicar la tumba en sí. Buscamos y rebuscamos en ese mar de nombres, de historias y personas que fueron, que vivieron, amaron, sufrieron y al final desaparecieron. Niños cuyas lápidas rezan las más desgarradoras dedicatorias de sus padres, adolescentes que no llegaron a ver el siglo XX, esposos, esposas, padres, hijos, abuelos. ¿Quién era esta gente en vida? ¿Cuál fue su historia? ¿Por qué murió a los cinco años, a los trece, a los veinte...?
Era difícil concentrarse en buscar el espacio de mi abuelo cuando cada nicho me obligaba a leer los nombres y apellidos, los años de nacimiento y de muerte, los panegíricos congelados en mármol. Mi corazón volvía a latir como cuando buscaba infructuosamente en la lista del archivo de la Beneficencia Pública. No puede ser que no esté. ¡Imposible! ¿Tal vez lo trasladaron en algún momento de las décadas pasadas? ¿Pero quién? ¿Tal vez el descuido y el olvido dejaron a merced de los saqueadores la ultima morada de mi abuelo y su tumba fue usada para otra persona? Estaba por resignarme a que alguna de las preguntas que pasaban por mi mente tuvieran una respuesta afirmativa, hasta que la aguda voz de mi hija, mi pequeña ayudante en la búsqueda, junto con Don Sixto y mi madre, anunció la victoria: "¡Aquí está!"
Y ahí estaba...
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